26 de abril de 2010

LECTURAS JUNTO A LA CATEDRAL

Hoy, en su lugar, se alza un insípido inmueble con viviendas, de las que cuestan pasta  el metro cuadrado, inmobiliarias, despachos de abogados y consultorios de médicos de pago y ya no queda ni rastro del edificio de piedra arenisca ni del portalón de mármol, cuyas escaleras, veteadas, terminaban ante las puertas de madera y vidrio catedral y que ocultaban el patio cubierto por el lucero, la capilla y el despacho del director, presidido por un crucifijo y el retrato de Franco.

La mayoría de las clases se encontraban en el piso superior, alrededor de una apolillada balaustrada, que rodeaba el patio, donde arrancaba la escalera central, que se abría en dos en el rellano ante la estatua de un Sagrado Corazón, fusilado por los enemigos de España y de la lápida con los nombres de los que ofrecieron su vida por defenderla y que subíamos  en fila de a dos, en silencio y con el estómago encogido.

Aquella balaustrada marcaba nuestra vida en el colegio, que terminaba, si no te expulsaban antes, cuando la rodeábamos por completo frente a un pequeño pasillo al que daban las dos aulas de ingreso a bachiller, situadas frente a la residencia de los frailes, oculta, siempre, por una cortina descolorida y una puerta de pomo blanco por cuyos resquicios se escapaba el olor a guisos y potajes.

De aquel último año, recuerdo los viejos pupitres de madera, con tinteros manchados de tinta seca por otros chicos, que se sentaron antes en ellos, el encerado, que ocupaba toda la pared, las ventanas desde las que se contemplaba la punta de la torre de la catedral y al hermano que nos daba clase, un tipo alto, delgado, rubio, de nariz afilada y gafas doradas, que vestía una sotana raída y que lo mismo explicaba cálculo, gramática, dibujo, religión, geografía, el fuero de los españoles o te inflaba a hostias .

En ese curso, cogí paquete a la asignatura de lectura, no porque no me gustara leer, sino por el texto que utilizábamos, “El libro de España”, que narraba la historia de dos hermanos, huérfanos de un oficial del Cuartel de la Montaña, que, tras la guerra, al regresar de Francia , recorrían toda la península en busca de su familia. Antonio y Gonzalo,  así se llamaban los protagonistas del libro, encarnaban los valores que todo  joven español de bien debía tener y , en aquel libro, sólo tenían cabida, como en aquella España, los de siempre, los vencedores, que aparecían como los buenos, frente, a los otros, los malos, los enemigos de la patria y de la religión. Un burdo adoctrinamiento para vendar los ojos a los niños e intentar, a base de repetir una mentira, hacerles creer una falsa verdad.
Iñigo Oliberos

2 comentarios:

  1. "Un incendio, un incendio gritó de repente Gonzalo con la cara desencajada"
    Aún recuerdo que así empezaba el único capítulo que hablaba de Euskadi (en qué estaré pensando, de las provincias Vascongadas").
    El famoso incendio era en realidad el resplandor de las chimeneas de los altos hornos de Bilbao que, junto con la nostalgia al doblar el cabo de Higuer y divisar las primeras costas "españolas" eran las únicas referencias en ese libro a este país benditamente liberado y pacificado por los correligionarios de Antonio y Gonzalo.

    Estoy seguro de que si buscara en la ganbara (sí, antes de B y P se escribe siempre M y no N) de mis padres aun podría encontrar ese y otros amarillentos libros similares (para eso teníamos una asignatura que llamaban Formación del Espíritu Nacional"...y se quedaban tan tranquilos).

    De repente, viene a mi memoria el lema del colegio:
    "La ciencia calificada
    es que el hombre en gracia acabe
    porque al fin de la jornada
    aquél que se salva sabe
    y el que no, no sabe nada"
    Me siento muy orgulloso de ser para ellos un analfabeto integral.

    De todas formas, no creo que consiguieran siquiera hacer valer el sustrato más básico del lema: No he visto una fábrica de ateos tan productiva como el ínclito colegio del Sagrado Corazón de Jesús (léase Sanchez Toca / Mundaiz) de Donostia.
    Aún diría más, no conozco a ningún compañero de fatigas cuyos hijos hayan pasado por dicho centro. Sin duda existirán casos, algunos nunca aprenderemos...

    Sin duda fué una etapa de aprendizaje y aprendimos muy bien, sobre todo lo que no había que hacer:
    Aprendimos a ser pacíficos, no como el hermano (la familia no se escoje) que ejercía de portero y que salía con su escopeta a disparar (sí a DISPARAR) sobre los alumnos rojos que arrojaban panfletos en Cristina Enea.
    Aprendimos a ser tolerantes, no como el hermano Victor P. que a la mínima se bañaba en la sangre de sus alumnos agredidos.
    Aprendimos a amar y nos lo enseño el Vampiro con su relación (por supuesto platónica) con la señorita Mari Trini. Aquello eran laboratorios!!!
    Aprendimos a contar. Recuerdo una famosa recomendación de los hermanos que decía que tras orinar, eran lícitas nueve sacudidas, la décima ya era paja. Desde entonces siempre cuento hasta doce.
    Aprendimos a hacer versos. Aún recuerdo unos que decían:
    "Cuando el Vampiro entra a clase
    todos deseamos que el tiempo pronto pase"
    o también
    "Al señor San Argimiro
    no le veo cuando le miro" (Os acordáis del Mediometro?)

    Eran otros tiempos, pero lo que no se puede negar es que el colegio dejó huella en nuestros corazones. Algunos (la mayoría) aún estamos intentando terminar de cicatrizarla.

    Odolbeltza

    ResponderEliminar
  2. Gracias amigo y compañero de fátigas por tu comentario. Te diré que el tema del hermano "escopetero" lo contaba el otro día en mi sesión de rehabilitación ( tengo las cervicales hechas un cristo...) y había una irakasle en la sala y flipaba en colores, eso sin contar , que lo conté lo del precepto de disciplina y sus partes de castigo radiados por los altavoces. Nunca ví un mayor imitador de Queipo de Llano...

    Un abrazo

    ResponderEliminar