Hoy,
es 9 de julio. En este mismo día, hace setenta años, justo cuando Ana
Frank y los suyos, atemorizados, se cobijaban en un almacén de Ámsterdam
y contenían la respiración para que las SS no les sorprendieran, en San
Sebastián, en el barrio de Loyola, a la misma hora, en una noche rasa,
estrellada y fresca, en la trasera de sus cuarteles ocurría un
suceso, que no figura entre las
efemérides que citan los periódicos y que, tampoco, nunca, ha merecido una
línea en los libros de Historia. Un hecho, tan sólo grabado, en la pequeña
historia de una familia de la que nada sé
y que, desfigurado por el paso de los años, quizás alguien lo cuente, muy de vez en cuando, si
queda para contarlo, con sabor a orujo y café, en las sobremesas de fiestas
mayores y días de guardar.
NICOLAS ARTERO GARCIA, centinela aquella
noche, quinto de reemplazo, llegó a esta ciudad, tan ajena a la suya, hacinado
en un tren tras múltiples transbordos. Lo hizo con una maleta de cartón, con
algunos embutidos en un paquete atado con una cuerda y con un beso y una lágrima de su madre, húmedos,
todavía, en la mejilla.
Vino
a hacerse hombre. A cumplir con la Patria y lo hizo. Murió en acto de servicio,
"gloriosamente", como reza la cruz de piedra, comida por
la hierba y desgastada por la lluvia,
que marca el lugar donde cayó de un balazo cuando el grillo cantaba.
Muchos
días cuando atravieso el sendero,
por el que se asciende a los parques de Ametzagaina y Lau Haizeta, para ir camino del fuerte de San Marcos, paso junto a esa cruz y me pregunto quién se acuerda ya de Nicolás
Artero García.
Hoy,
aniversario de su muerte, al atardecer, he dirigido mis pasos hasta allí. Los
árboles apenas dejaban pasar la luz de una tarde tristona de cielo ceniza y
la lluvia caía sobre la hierba. He ido a
propósito, con premeditación, para, ver su cruz, y, de nuevo, una vez más, en
vez de flores, he encontrado condones y hierbajos, que la cercaban de
olvido.
Nicolás,
no sé si se libraste una gran batalla, si te mataron los maquis, los
contrabandistas o un tiro de esos que llaman amigo, pero, yo, aunque no
sé quién eres, cada día que paso junto a
tu cruz, te recuerdo y como a ti a muchos jóvenes, jóvenes desconocidos,
anónimos, sin rostro, que, un día, por obligación fueron arrastrados lejos de sus
casas, separados de su familia, novia y
amigos, para proteger a la patria de un enemigo invisible, que
nadie sabía quién era ni por dónde podía llegar y que, en vez de hacerse hombres, se
toparon de bruces con una siniestra mujer, que, con su guadaña, segó sus sueños. A veces ocurrió
por infortunio, es verdad, y otras, por brutalidad, la brutalidad de una
milicia, que no pudieron soportar y les ahogó.
Iñigo Oliberos