Hoy, os dejo un trozo de un capitulo de uno de mis diarios de Viaje, Bolivia.
Viaje, que inicié en Santa Cruz y, que, terminé, también, en Santa
Cruz recorriendo casi todos los estados de aquel país. Grandes madrugones
para aprovechar el día y ,al caer la luz,
detener la marcha para buscar, allí, donde fuese, alojamiento.
Domingo 19.08.07. De Potosí a Uyuni. PULACAYO
Aún no
son las seis y, Javier, ya se encuentra analizando la ruta.
Pregunta por mis ojos, que, anoche, echaban sangre.
Llega
Ramiro. Ha hablado con casa. Han linchado a palos a una mujer y un hombre por
robar a un taxista. La gente, ya no confía en la justicia, comenta. Mira
hacia la pared. Tose. Baja la cabeza. Debemos hacer cambios en la ruta,
dice. Carraspea. Es el tabaco, lo tengo que dejar. Y, no sin discusión, la variamos. Sí, la variamos una
vez más. Se suprime Tupiza, se suprime la Laguna Colorada y se
suprime, la Laguna Verde. Los días no llegan, murmura sin apartar sus
pequeños ojos de la taza de café.
Partimos al Salar. Parada entre Potosí y la nada. En una fonda una india de pocho ajado y arrugada como una pasa nos da agua caliente donde flotan trozos de pan y un arroz con menudillos de pollo cargados de picante. El camino discurre por páramos donde pasta la llama y pueblos, blancos, espectrales y mudos donde sólo quedan los muertos de los camposantos y las campanas tañen con el viento.
Cae la tarde
en Pulacayo. Silencio. Silencio roto por el silbido del aire, un aire frío,
que penetra hasta el tuétano y discurre por callejuelas
vacías con pintadas de Evo y atraviesa cristales rotos y sucios
de pabellones industriales recorridos
por ratas.
La luz amarillea. Me rezago. Javier y Ramiro me gritan. Aprieto el paso, sabedor de que he atrapado en mi cámara el viejo reloj de las oficinas y el tren que transportaba la nómina, sí, el que asaltó Butch Cassidy y que, ahora, yace en el descampado como el cadáver de un animal con los hierros oxidados.
Me detengo. Preparo la cámara.
Ya estoy casi junto a ellos, pero de las entrañas de la
mina surgen tres muchachos. Llevan brillo de aguardiente en
los ojos. Gallean. Nosotros también. No digan huevadas que soy del Alto,
grita Ramiro mientras se golpea el pecho. A nuestras espaldas llueven insultos, que suenan a salivazos y una vez más,
se me escapa el instante mágico, ese momento y, no otro, que como
un ladrón, quería robar y que pasa a convertirse en una
de tantas imágenes que pueblan la galería de mi memoria.
Ya estoy en
Uyuni, ya estoy en el Salar. Es de noche en el Salar.
Estrellas y frío . Mucho frío en el Salar. Más del que
pudiera imaginar.
Iñigo
Oliberos.
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