2 de octubre de 2012

DE POTOSI A PULACAYO








Hoy, os dejo un trozo de un  capitulo de uno de mis diarios de Viaje,  Bolivia. Viaje, que  inicié  en  Santa Cruz y, que, terminé, también, en Santa Cruz recorriendo casi todos los estados de aquel país. Grandes madrugones   para aprovechar el día y ,al caer la luz, detener la  marcha para buscar, allí,  donde fuese, alojamiento.



Domingo 19.08.07. De Potosí a Uyuni. PULACAYO

Aún no son  las seis y, Javier,  ya se encuentra  analizando la ruta. Pregunta por mis ojos, que, anoche, echaban sangre.

Llega Ramiro. Ha hablado con casa. Han linchado  a palos a una mujer y un hombre por  robar a un taxista. La gente, ya  no confía en la justicia, comenta.  Mira hacia la pared.  Tose. Baja la cabeza. Debemos hacer cambios en la ruta, dice.  Carraspea. Es el tabaco, lo tengo que dejar. Y, no sin discusión, la variamos. Sí, la variamos una vez más. Se suprime Tupiza, se suprime la Laguna Colorada y se suprime, la Laguna Verde. Los días no llegan, murmura sin apartar sus pequeños ojos de  la taza de café.

Partimos al Salar. Parada  entre Potosí y la nada. En una fonda una india de pocho ajado y  arrugada como una pasa  nos da agua caliente donde flotan  trozos de pan  y un arroz con menudillos de pollo cargados de picante. El camino discurre por  páramos donde pasta la llama y  pueblos,  blancos, espectrales  y mudos donde  sólo quedan  los muertos de los camposantos y  las campanas tañen con el viento.

Cae la tarde en Pulacayo. Silencio. Silencio roto por el silbido del aire, un aire frío, que  penetra hasta el tuétano y discurre por  callejuelas  vacías con pintadas de Evo y  atraviesa  cristales rotos y sucios de  pabellones industriales  recorridos por ratas.

La  luz  amarillea. Me rezago. Javier y Ramiro me gritan. Aprieto el paso,  sabedor de que he atrapado en mi cámara  el viejo reloj de las oficinas y el tren que transportaba la nómina, sí, el que asaltó  Butch Cassidy  y  que, ahora, yace en el descampado  como el cadáver  de un animal con los  hierros oxidados.
 
Me detengo. Preparo la cámara. Ya   estoy casi  junto a ellos, pero de las entrañas de la mina  surgen  tres muchachos. Llevan  brillo de aguardiente en los ojos. Gallean. Nosotros también. No digan huevadas  que soy del Alto, grita Ramiro mientras se golpea el pecho.  A nuestras espaldas llueven  insultos, que suenan a salivazos y una vez más,  se me escapa el instante mágico, ese momento  y, no otro, que como un ladrón, quería robar  y que pasa a  convertirse  en una de  tantas  imágenes que pueblan la galería de mi memoria.

Ya estoy en Uyuni, ya estoy  en el Salar. Es de noche en el Salar. Estrellas y  frío . Mucho frío en el Salar. Más del que pudiera imaginar. 
Iñigo Oliberos.

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