23 de febrero de 2011

TODO EL MUNDO AL SUELO





Antes de echar el cerrojo y entregar las llaves dejando detrás de la puerta gran parte de mi vida, recorrí, habitación por habitación, aquel quinto piso con más goteras que luceros. Me apenaba que sus muebles, algunos comidos por los años y la polilla, que habían servido para guardar no sólo cosas, sino pedazos de una vida entera, terminaran en el container de la basura y semanas antes puse un anuncio en el periódico: “Regalo muebles por mudanza. Portes a su cuenta”. Ya, desde el primer día, el teléfono empezó a sonar y, por allí, se acercó todo tipo de gentes, que desnudaron poco a poco aquella casa llevándose desde somieres a armarios y dejaron, tan sólo, entre sus cuatro paredes flotando recuerdos.

Pasados unos años, cenando en un restaurante, una persona, uruguaya, que, trabajaba en la cocina, me vio y se enteró por la camarera, que celebraba mi cumpleaños. A los postres apareció con un pastel en la mano. Enseguida lo reconocí porque, él, se llevó algo de lo que más pena me dio desprenderme, una mesa de madera, construida por mi abuelo, que era todo un manitas y que se abría por la mitad para agrandarse en las ocasiones especiales metiendo, en medio, un par de tablas.




Tras la rendición del ejército de Euskadi, mis abuelos y sus hijos volvieron a Amara Viejo desde Cantabria. Nada más salir de la destartalada estación de los Vascongados, una vecina, que pasaba por allí, les advirtió que no fueran a casa porque en ella, ahora, vivía un falangista meapilas, delgado y engominado, que se había quedado con la casa y los muebles menos una mesa, que alguien reconoció y guardó por si regresaban. Así, con la mesa acuestas, mis abuelos, mi madre y sus hermanos anduvieron buscando un piso de alquiler en aquel San Sebastián donde ya se había restablecido el orden.

Siempre he dicho que aquella mesa sabía latín, econometría y derecho administrativo porque fueron muchas las tardes que pasé estudiando en ella mis libros de bachillerato y de universidad, pero, sin embargo, de lo que entendía era de Historia. Alfonso XIII, Primo de Rivera, la guerra, Franco y todo lo que vino después. Hoy, todavía, cuando cierro mis ojos, veo sus vetas y me recuerdan a las cicatrices que surcan los cuerpos a lo largo de la vida.

Me contaban, que, a su alrededor, se sentaban todos y a las noches, atemorizados, escuchaban los partes de guerra de Queipo de Llano y durante el franquismo, dependiendo de las interferencias, Radio Paris, Radio Euskadi o la Pirenaica. Entorno aquella mesa un 23 de febrero también escucharon ,con gran preocupación porque eran de los perdedores, los tiros de Tejero.
Un 23-F, hace nueve años, murió mi madre. Le dedico este post a ella y a toda una generación, que se fue de este mundo sin oír de algunos ni la palabra perdón ni condena, eso, que tanto exigen a otros. Una generación a la que quitaron la vida y la libertad de sus seres queridos, usurparon sus bienes y amputaron un idioma.
No hace mucho me encontré con el uruguayo y su compañera, todavía conservan la mesa.
Este post tenía que escribirlo hoy o reventaba

HARITZ