
Desde que el colegio se trasladó a la finca Mundaiz, a la vera del
río Urumea, no queda ni rastro del
edificio de piedra arenisca, ni del portalón con escalones de mármol veteado,
que se detenían ante unas puertas de madera con cristales de vidrio catedral, que ocultaban el patio cubierto por un lucero,
la capilla, y el despacho del director presidido, no podía ser de otra
forma, por un crucifijo y el retrato del
Generalísimo Franco, Caudillo de España
por la gracia de Dios y para desgracia de los españoles.
Hoy, en su lugar, se alza un inmueble insípido con viviendas que
cuestan un riñón por metro cuadrado, inmobiliarias, despachos de abogados de
tronío y consultorios de médicos por supuesto de pago. De mucho pago.
La mayoría de las clases se encontraban en el piso superior, alrededor de una apolillada balaustrada, que rodeaba el patio, donde arrancaba la escalera central, que subíamos en fila de a dos, en silencio, y con el estómago encogido.
La escalera se abría en dos, en el rellano, bendecido por la estatua de un Sagrado Corazón del tamaño de una persona, fusilado por los enemigos de España, y de una lápida con los nombres de los que ofrecieron su vida por la Cruzada.
La balaustrada marcaba nuestra vida en el colegio, que terminaba, salvo
expulsión, cuando la rodeábamos por completo. Entonces volvíamos
a subir más escaleras para llegar a un pequeño pasillo que daban a las aulas de ingreso a bachiller, situadas
frente a la puerta de la residencia de los frailes siempre oculta por una cortina
descolorida y por cuyos resquicios se escapaba el
olor a guisos y potajes.
De mi último año en el viejo colegio recuerdo los pupitres de madera. Los tinteros manchados de tinta por otros chicos, que se sentaron antes en ellos, el encerado, que ocupaba toda la pared y las ventanas desde las que se contemplaba la torre de la catedral.
El hermano que nos daba clase tenía nombre de emperador romano. Alto, delgado, rubio, con nariz afilada y gafas doradas, que vestía una
sotana raída. Lo mismo te explicaba cálculo, gramática, dibujo, religión,
geografía, el fuero de los españoles o te inflaba a hostias.
En aquel curso, el de ingreso a Bachiller, aborrecí la asignatura de lectura, no
porque no me gustara leer, sino por el texto que utilizábamos, “El libro de
España”. Un libro que narraba la historia de dos hermanos, huérfanos de un
oficial del Cuartel de la Montaña, que, al regresar de Francia, tras la guerra,
recorrían toda España en un carro guiado por un pasiego buscando a su familia. Soy spoiler el libro terminaba en el Valle de los Caídos.
Antonio y Gonzalo, los protagonistas del libro, encarnaban los valores que todo joven español de bien debía tener y, en aquel libro sólo cabían, como en aquella España, los vencedores, que aparecían como los héroes, frente, a los otros, los enemigos de la patria y de la religión.
Iñigo Oliberos